[Relato] Retazos de amor (3)

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Retazos de Amor

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Rebeca siguió con la misma rutina de siempre y a las 10 le llevó su café al jefe. Colocó la taza sobre la mesa y él le agradeció. Continuó con su trabajo, pero notó que ella no se marchaba así que detuvo lo que estaba haciendo y la miró a los ojos. Un ligero rubor tiñó sus mejillas, probablemente de pena.

—¿Qué sucede, Rebeca? ¿Puedo ayudarla en algo?

—Este… yo… Jefe, yo sólo quería disculparme por la forma tan grosera con la que le hablé anoche.

—No, por favor, no se disculpe. Hubiera sido peor que se guardara ese pensamiento para sí misma y dejar que creciera su desconfianza cuando lo que yo quiero es todo lo contrario.

Ese comentario logró ponerla un poco más nerviosa. Esperaba que en adelante no continuara así o sería muy difícil convivir con él a diario.

—De todos modos, le agradezco su amabilidad y su sinceridad. Y lamento mucho no poder corresponder a sus sentimientos.

—No se preocupe, nunca pretendí que me correspondiera, pero aún así debía aclarar las cosas con usted. Pienso que ambos estamos más tranquilos con eso, ¿no lo cree? Así podemos seguir siendo amigos.

—Sí, creo que sí.

Al menos parecía que lo tenía claro, pero era evidente que las cosas no podrían seguir como siempre. En la noche, cuando llegó la hora de salir, Rebeca estaba molesta y él lo notó. Aún así, le preguntó si ya estaba lista para salir o le ocurría algo malo. Ella suspiró y le contó que su padre había caído enfermo por un virus muy poderoso. Todo el asilo estaba en cuarentena estricta y no podría ir a visitarlo hasta que levantaran el aislamiento. Su tristeza y preocupación eran evidentes y nuevamente la observó contener las lágrimas. Se acercó un poco más, le ofreció su pañuelo y le colocó una mano en el hombro.

—Lo lamento mucho, espero que todo salga bien con su padre.

—Sí, muchas gracias.

No pudo contener sus lágrimas por mucho tiempo y las derramó en el pañuelo de Jaime. Tenía tanto miedo por su padre, no sabía si sería capaz de soportar tan terrible enfermedad, porque de la forma que el médico se lo había explicado todo parecía que era una enfermedad aniquiladora. Su padre era toda la familia que le quedaba ya y si él moría, estaría sola en el mundo.

—De todos modos, permítame llevarla a su casa.

—En verdad, no es necesario…

—Permítame hacerlo, no me niegue ese gusto.

Aunque Jaime le pareció más un niño caprichoso rogando por un dulce, Rebeca no pudo evitar sentirse incómoda.

Toda la semana, Jaime la llevó a su casa y se marchaba al verla entrar segura. El viernes, ella volvió a enfrentarlo, aunque esa vez con más tacto.

—No sabe cómo le agradezco que me traiga, pero en verdad me casa mucha pena que usted se moleste tanto.

—Ni lo mencione, ya sabe el gusto que me causa hacerlo.

—Pues eso mismo. Me siento como si me estuviera aprovechando de usted.

—Para nada, mas bien yo estoy aprovechándome de usted, satisfaciendo mi capricho de un poco más de tiempo a su lado.

Algo debía hacer para no sentirse tan culpable. Quizá si de alguna forma le retribuía sus atenciones, si le pagaba de alguna forma. En ese momento se le ocurrió algo. Ella sabía muy bien que Jaime era un hombre solo. Sus padres vivían muy lejos y apenas los visitaba una vez al mes, y también había confirmado que no tenía ningún compromiso sentimental, por lo que seguramente podría complacerlo un poco más en su capricho y tener un gesto amistoso con él.

—¿Por qué no se queda a cenar? A menos que tenga otros planes…

Fue imposible ocultar el gusto que le dio esa invitación y aunque intentó hacerlo, se dio cuenta de su fracaso por la risita que Rebeca dejó escapar. Estacionó el auto y ambos subieron al modesto cuarto de alquiler que ocupaba la joven. Mientras ella preparaba la cena, él jugó con la radio y le dio un vistazo al estante de libros que tenía en la sala improvisada. Sus gustos eran muy parecidos en lectura y le dio gusto ver que la mayoría de los libros que ella tenía eran de sus favoritos, así podrían tener más temas de conversación en común.

El fin de semana se le hizo muy largo después de aquella agradable velada y el lunes se había convertido en el día más ansiado. Aquella mañana, Rebeca ya estaba en su escritorio y junto a su tradicional saludo de buenos días, le brindó la más sincera de sus sonrisas.

Las cenas se volvieron parte de la rutina. En ocasiones, Jaime decía que él cocinaría para ambos, pero ella jamás lo permitía.

—No estaría cumpliendo con mi parte del convenio —decía.

Era un convenio silencioso, pero era inquebrantable.

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